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Facundo Campazzo, un Spiderman en el envase de Peter Parker

La transformación de un pibe común y corriente en un superhéroe de la NBA.

La estrella de Denver Jamal Murray lo bautizó como el Hombre Araña, pero detrás de ese apodo hay una historia de vida, esfuerzo y superación fuera de lo común. 

Un puñado de entrenamientos y tres de amistosos de pretemporada le alcanzaron a Facundo Campazzo para encandilar a los Denver Nuggets, desde su entrenador, Michael Malone, a las principales estrellas del equipo, el canadiense Jamal Murray y el serbio Nikola Jokic, que no escatimaron palabras de elogio para el nuevo integrante del plantel. Y ni hablar del CM de las redes sociales del equipo, que no para de subir contenido del base argentino que amenaza con provocar una revolución en la Mile High City, la ciudad que lleva ese apodo por estar justo a una milla (1609 metros) sobre el nivel del mar. 

Pero ese amor a primera vista en el estado de Colorado, que llevó a que la máxima figura de la franquicia lo apodara Spiderman por la precisión de sus asistencias a una mano, como si se trataran de las telarañas que arroja el superhéroe, tiene una historia muy particular detrás, mucho más ligada a un Peter Parker con tonada cordobesa que al fantástico personaje de Marvel. Tal vez por eso su figura, la de un pibe común y corriente en un mundo de gigantes, haya despertado tanta expectativa y admiración en un público que lo siente propio, como si un familiar, un amigo o un compañero vaya a ser el que se codeará todas las noches con las inalcanzables estrellas de la NBA.

La historia de Campazzo es la de un chico normal que llegó al básquet casi de casualidad, cuando María Elena, su madre, lo llevó con menos de cinco años al club Municipalidad de Córdoba «para que hiciera un deporte, cualquiera, para que gastara energías» porque era hiperactivo. Que se enamoró del juego porque podía estar con sus amigos, que serían los elegidos para toda la vida. Y que años después lo escogió por sobre el fútbol cuando recibió un ultimátum de Mary para que se decidiera por una única actividad, desoyendo el consejo de su hermano Marcelo, que le dijo que se olvidara de la naranja y siguiera con la número 5, luego de que el entrenador del club donde ambos jugaban dijera que era el mejor de la categoría 91. 

Mary, Facundo y Marcelo, cuando había que buscar un deporte para gastar energía.

«Ama jugar al básquet, le da lo mismo que sea una canchita en una plaza a la NBA», sintetiza Osvaldo Echevarría, el entrenador de las divisiones formativas de Peñarol que recomendó su reclutamiento cuando sólo tenía 15 años, después de verlo en un cuadrangular que disputaban chicos U-18 en Mar del Plata, pese a que Facundo entró en Unión Eléctrica de Córdoba con el partido definido por 20 puntos. El diagnóstico es el mismo que le dio Roberto Dall’Amore, su primer entrenador de mini y el que le inculcó su amor al básquet, según el propio Campazzo, al periodista cordobés Gabriel Rosenbaun. «Emociona verlo convertido en un hombre, con los mismos valores que le enseñamos», coincidieron ambos formadores, orgullosos de ese alumno aplicado que despegó como nadie lo hubiese podido predecir.

«Era un distinto, pero jamás nos imaginamos, ni él ni yo, que podía convertirse en esto», asegura Echevarría a Página/12 sobre ese ojo clínico que le permitió descubrir a ese diamante en bruto, aunque aclara que lo que más lo deslumbró fue la actitud con la que ingresó y con la que se hizo cargo de un equipo con chicos que le llevaban dos o tres años, además de sus movimientos sin balón. «Con pelota, todos la pican y todos la tiran, un poco mejor o un poco peor. Pero sin pelota veía algo especial en ese chico». Así llegó una primera prueba y un regreso a Córdoba con la promesa de un nuevo llamado. «Lo llevamos a la Terminal con mi mujer y, desde el micro me hacía con los deditos el gesto del teléfono y me decía ‘pero llamame, eh, llamame’. Tenía muchísimo temor, pero quería ir para adelante», recuerda Echevarría.

En un clásico Peñarol-Quilmes en Liga Junior.

Irse tras ese sueño llamado Peñarol significaba dejar la casa en Alta Córdoba y alejarse de su mamá, que le dio la libertad de perseguir su futuro. «Era muy chico, pero si no lo dejaba, me iba a quedar toda la vida pensando en que hubiese pasado», le cuenta Mary, su madre, a este diario. También separarse de Marcelo, compinche y confidente, tanto que el primer tatuaje que se hizo son sus iniciales y el número 99, que en la quiniela simboliza los hermanos. Siete años más grande, Marcelo ya trabajaba en un supermercado y, con su primer sueldo, le había comprado uno de los regalos más preciados por aquellos años: una camiseta original de Chacarita, el club del que es hincha por herencia paterna. El otro había sido una Play Station que le había traído su madrina, que vive en Miami y que ahora lo acompañó en sus primeros días en Estados Unidos, cuando lo ayudó a instalarse en Denver. 

Festejando los 11 años, con una camiseta de Miami Heat. De chiquito no era de Denver…

«Al principio, como éramos más grandes, con mis amigos le ganábamos siempre y se calentaba un montón», rememora Marcelo, que ya en aquellos juegos de chicos veía el espíritu competitivo que hoy distingue a su hermano. «Cuando le agarró la mano y empezó a practicar, no le ganaba nadie. Era tremendo», añade y recuerda el trágico fin de aquella consola. «Mientras nosotros jugábamos, él agarraba la pelota de básquet y la tiraba contra el techo, una y otra vez. Hasta que un día, de tanto pegarle al mismo lugar, se desprendió un pedazo, cayó encima de la Play y la hizo bolsa».

Campazzo con su familia, en épocas en las que había que decidir probar suerte en Mar del Plata.

Los primeros tiempos en Mar del Plata, a punto de cumplir 16 y alejado de su familia, le forjaron el carácter, más allá de que Mary viajaba seguido para mitigar la distancia. «Pedía permiso en el trabajo y me iba los jueves la noche, viajaba 17 horas, estaba con él el viernes y el sábado y el domingo a las tres de la tarde me volvía para llegar el lunes a trabajar de nuevo», relata la madre del ídolo, que era capaz de llevarse 10 materias por año «por vago» y, a la vez, rendirlas todas en diciembre.

El problema es que aquellas visitas no alcanzaban para enjuagar las lágrimas. Por eso, para facilitar la adaptación, el propio Echevarría lo sacó del hotel donde se alojaba y lo llevó a su casa, para que sintiera el calor familiar ausente. Fue entonces cuando Natalia, la hija menor del entrenador, se plantó: «Vos te vas todo el día al club y mamá se va a trabajar», le dijo a su padre. «Yo no tengo drama en cocinar, pero él tiene que lavar los platos». Y así fue. «Lo tenías que ver con el delantal puesto y lavando los platos», recuerda Echevarría, sobre una anécdota recurrente en las charlas vía zoom que aún mantienen con Facundo, que además es padrino del programa de radio «La Siesta Inolvidable», que conduce Martín Echevarría, otro de los hijos de Osvaldo, en LU9.

Stella Maris Galli es otra pieza clave en aquella adaptación a 1.100 kilómetros de su casa. Como existe en cada institución de barrio del país, «Stellita» era una todoterreno en Peñarol a la hora de colaborar en la vida social del club, además de ser su histórica planillera en los partidos de Liga Nacional. Y por aquellos años se transformó en una sustituta de lujo de Mary, sobre todo en el verano, cuando el hotel en el que se alojaba requería su habitación para los turistas y Campazzo terminaba en su casa. Con el amor de una madre, Stella tenía que esperar que el demonio que ya fastidiaba a todos los bases de la LNB con su asfixiante defensa se durmiera con la luz prendida porque le tenía miedo a la oscuridad. Por eso le dedicó unas emotivas palabras en su cuenta de Twitter cuando supo de su fallecimiento el año pasado: «No te ibas de la habitación hasta que me duerma porque me daba miedo. Tu amor es algo que voy a guardar toda mi vida».

«Yo veía que Peñarol era una familia, en la que todos lo cuidaban y lo cobijaban para que no extrañara tanto y me quedaba tranquila», recuerda Mary, sobre aquellos años difíciles y de sacrificio. Marcelo aporta la otra cara menos conocida del desarraigo. «En ese momento medíamos lo mismo y compartíamos los tres o cuatro jeans lindos o las remeras que teníamos para salir. Pero cuando él se fue, le dije que se llevara todo, que lo iba a necesitar más», cuenta el hermano mayor, pero no da lugar ni un segundo para la nostalgia. «¿Fue una buena inversión, no? Después ligué algunas cositas mejores», dispara mientras larga la carcajada.     

Con sus compañeros de Muni, el club cordobés donde comenzó su sueño.

Si la nueva familia de su club lo cuidaba, la real lo bancaba a la distancia. Tanto que Alcides Moyano, el suegro de Marcelo, llamaba todas las semanas al diario La Voz del Interior para que le hicieran notas a «un pibe cordobés que la rompe en Mar del Plata», con diálogos desopilantes: 

-¿Cómo se llama?

-Facundo Campazzo. Tiene 17 años y va a hacer historia.

-Perdón, no lo conozco. ¿Cuántos partidos jugó hasta ahora?

-Ninguno, todavía no debutó. Pero es un fuera de serie.

Gustavo Farías, uno de los periodistas que recibía aquellos llamados, reconoció que Alcides, ya fallecido, tuvo mucha más visión que él. Incluso, en el cuadrangular final de la Copa Argentina 2008 de Bahía Blanca descubrió que el familiar de Moyano figuraba en el plantel que había llevado Peñarol y por fin lo entrevistó. Sin embargo, entre la timidez de Facundo y su nula participación en el equipo, el diálogo nunca vio la luz, hasta que el propio Farías lo desempolvó después de la final del Mundial de China con el relato de la anécdota. «Se me ‘escapó la tortuga’. Aunque hoy, 11 años más tarde, cumplo en publicar la nota pedida. Gracias, don Alcides», cerró Farías su entrevista tardía, cuando el mundo del básquet se desvivía por hablar con una de las figuras del torneo.

Para Los Martines, la audición partidaria de Peñarol desde hace una década y media, la ecuación era inversa: la joven promesa, que vivía a un par de cuadras de la radio, se transformó en un invitado habitué, que aprovechaba las visitas para usar la computadora del estudio a manera de cyber. Incluso, era capaz de llegar más de una hora antes del horario pautado para navegar por la red. Y hasta la cuenta de Twitter que ya superó los 333.000 seguidores la creó antes de una nota entrevista con Los Martines. Además, era otra vía de comunicación: sin streamings y pocos partidos televisados, Mary era una oyente frecuente, que dejaba sus saludos en cada transmisión, mientras Facundo devolvía las gentilezas en cada nota pre o post partido: «Y dejame mandarle un saludo a mi mamá y a mi hermano que me siguen desde Córdoba».

Aquella Copa Argentina de Bahía Blanca con el plantel mayor coincidió con el cuadrangular de cuartos de final de la Liga Junior, donde se cruzaban los dos mejores equipos de provincia de Buenos Aires (en este caso Peñarol y Bahiense del Norte) con los dos de Capital (Obras y Banco Provincia). Sin Campazzo, el equipo dirigido por Echevarría cayó con Obras, en lo que sería el único partido perdido en el torneo. Santiago Belza, asistente de ese equipo e hijo de Miguel Belza, el tutor de Facu en aquellos tiempos, recuerda que en el vestuario perdedor le dijo a su mentor: «¿Cómo puede ser que hayamos perdido sólo porque faltaba Facu? ¿Quién es? ¿Magic Johnson?». A lo que Echevarría sólo respondió con un meneo de cabeza, como dando a entender que no lo era, pero casi… «Fue el reconocimiento de su influencia en el equipo, nada menos que del entrenador más exigente que jamás conocí», remarca Belza. «Marcaba esa diferencia. Si no estaba, faltaba algo clave. Después pasamos igual esa instancia y luego ya con Facu en las otras etapas no perdimos más», completa Belza sobre aquel primer título argentino para Campazzo, en la Liga Junior 2008. 

Mientras esperaba para una entrevista pautada con Sergio Hernández, recién llegado de Beijing 2008, este cronista mantuvo el primer contacto con Campazzo, que en esa mañana del domingo 28 bajó en musculosa y ojotas al lobby del hotel, a conectarse a internet para ver que había pasado con sus compañeros: a pesar de estar en el plantel de Liga Nacional, contó que estaba molesto porque se había perdido un partido clave en su categoría, una muestra cabal del compromiso que tenía con «su equipo».

Si hoy se ven hasta las bandejas de práctica o la llegada a la cancha, algunos pocos privilegiados disfrutaron de aquel primer Campazzo, que también era capaz de sorprender con su juego, como un triple desde su campo en el viejo gimnasio Américo Gutiérrez que circula por internet gracias al oportunismo del camarógrafo Rubén Ferretti. Sin teléfonos inteligentes para grabar las imágenes ni las redes sociales para difundirlas, la primera impresión de Campazzo con el equipo de Liga de Peñarol quedó grabada en las retinas de Juan Martín Alliani, el comentarista de Los Martines. «Éramos cuatro o cinco mirando, y lo hicieron entrar para los suplentes. En el primer avance, Tato Rodríguez (ídolo y emblema del club) llevaba la pelota y se la robó de las manos como nos acostumbró ahora. Y con la palma de la mano le colgó la pelota a Byron Johnson para un alley oop que dejó temblando el aro. Fue impresionante», contó Alliani sobre aquella primera imagen del ahora jugador de Denver.

Como ahora muestra el CM de Denver en las redes, aquel base atrevido era capaz de hacer interesantes los entrenamientos. «Era 2009, se jugaba el cuadrangular final de la Copa Argentina en Trelew», recuerda Bernardo Rolón, en ese entonces periodista del Diario El Atlántico y hoy jefe de prensa de Peñarol. «En el entrenamiento previo al debut, este pibe entra con 18 años por (Raymundo) Legaria, la rompe toda, y los suplentes le ganan a los titulares. Veo el video ese que subieron los Nuggets de las jugadas defensivas de la práctica y me acuerdo de ese día», remarca Rolón sobre aquellas primeras imágenes en las que iba creciendo bajo el ala de Sergio Hernández como entrenador y de Leo Gutiérrez y Martín Leiva como compañeros referentes. 

En su trato con los medios también mostró esa humildad que todos destacan. Siempre disponible, se prestó a diferentes propuestas, algunas desopilantes como el microprograma «A la Cama con Facu», donde reporteaba a sus propios compañeros de Selección, o cuando le quitó el micrófono a José Montesano para pasar de entrevistado a entrevistador, porque el periodista cumplía dos años de haber vuelto a trabajar después de superar un cáncer. O para gestionar un desafío al fútbol con sus compañeros de Peñarol contra los integrantes del programa «Hay Equipo». O incluso para protagonizar una publicidad de «los churros Churrete, con mucho dulce de leche», junto a su compañero Nicolás Lauría y el legendario ex jugador de la Selección Esteban De la Fuente para un comercio de Concordia.

Julieta Espósito, jefa de prensa del club Obras Sanitarias y comentarista de la Liga de España en el canal DeporTV, puede dar fe de ese espíritu bromista del ahora jugador de los Nuggets. En el Super 8 2011, dos periodistas armaron una gastada para su colega, con la complicidad de Campazzo, que accedió a una falsa entrevista en la que pronunció frases del estilo «A Obras es imposible ganarle», «Con Obras jugamos por el segundo puesto» o «A Obras ya le podrían dar la Copa sin jugar». En ese momento, el conjunto que dirigía Julio Lamas y que tenía a Juan «Pipa» Gutiérrez como máxima estrella, marchaba cómodo en la cima de la Liga Nacional y era favorito para el cruce que en unas horas iba a disputar ante Peñarol por la semifinal del torneo. 

A la noche, el 7 bravo fue la figura de la cancha y su equipo venció por dos puntos. Espósito, que había sido filmada incrédula mientras miraba la parodia de nota, sumó bronca por partida doble, ya que, además de la derrota, se enteró de la «mufada» de la que había sido víctima. Pero faltaba una yapa. Cuando subió al micro de prensa para volver al hotel, en el fondo estaba Campazzo con otros periodistas. «Le dije de todo y, para disculparse de lo que había hecho, me prometió los pantalones de juego», rememeró Espósito. «¡Pero nunca los vi!», completó.

Cargada a los periodistas Pablo Viola y Carlos Altamirano, en plena transmisión.

Si hay coincidencia en que su personalidad no cambió nada pese a la fama y las mayores responsabilidades, su juego y su físico se adaptaron a cada peldaño que le tocó subir. «Siempre fue así. Vos le explicabas un ejercicio y en la primera pasada ya lo hacía», recuerda Echevarría, que tampoco se olvida de las horas de entrenamiento que hubo detrás de la intensidad defensiva que tanto elogió el entrenador Malone. «El otro día me mandaron un compilado de jugadas en las hace un giro invertido para defender el pick and roll y se lo reenvié. ‘Todo tuyo’, me respondió, porque era un movimiento que se pasaba horas practicando«, destacó el entrenador, que siempre le inculcó que sus minutos en la cancha se los ganaría en defensa. Los mismo cabe para las asistencias mágicas que tanto deslumbraron al canadiense Murray. «En el gimnasio tenemos una red para practicar pases y se pasaba el día ahí: con derecha, con izquierda, de mitad de cancha… Todo lo que le vemos hacer ahora lo practicó miles de veces», completa Echevarría. 

Así, con talento de fábrica, dedicación al trabajo, atención a los consejos de técnicos y compañeros más experimentados, cambios de hábito en la alimentación y en los cuidados físicos y mucha paciencia, Campazzo fue rompiendo todos los techos y las barreras que le auguraban los especialistas, primero en la Liga Nacional, luego en la Selección, más tarde en España y ahora en la NBA, donde recién debutará oficialmente el miércoles ante Sacramento Kings, pero donde ya lo bautizaron como Spiderman.   

«¿Cómo carajo ensamblás un superhéroe que le tiene miedo a la oscuridad? ¿Cómo le pedís a Marvel que aparezca un muñequito de un deportista al que Manu Ginóbili le dice que nunca había visto un pibe de selección con panza?», se preguntó Rosenbaun en un artículo en el que ahondó en las razones por las que la llegada del ex base del Real Madrid a la NBA generó tanta expectativa. La respuesta parece sencilla: poniéndole una camiseta número 7 con el apellido Campazzo a un muñeco de Peter Parker y contando su increíble historia de superación.

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