Néstor Kirchner hubiera cumplido 70 años, así lo recuerda y lo define Horacio González
El soplo vital
Suele decirse que la política es un acto colectivo que debe resolver los síntomas más terribles del horror al vacío. El famoso “horror vacui”. Siempre me pareció que con Kirchner ocurría algo diferente. Le gustaba el vacío, la falta de sostenes inmediatos para una decisión, la ausencia de un tejido o red previa que contuvieran los riesgos de una intuición apenas esbozada. El vacío no era motivo de susto sino la razón intensa para hacer un llamado. Un político que tira una botella al mar en un tiempo inestable.
Si tuviera que buscar un gesto corporal que fuera equivalente de estas prácticas inspiradas en un gusto por lo inestable, sin duda es el que vimos cuando se arroja sobre un puñado de entusiastas que se acercan a saludarlo. Son los primeros días de gobierno. Esas actitudes suelen ser cuestionadas por pensarse que tienen una raíz demagógica. Si quiero popularizarme, producir simpatía con una rareza, me tiro entre la multitud que me ataja como si fuera un retozón neumático hecho persona.
Palabra aquella que viene del griego pneuma, el soplo vital. Sí, un pneumático, que parecía escapar de alguna carrocería desgajada. Encima, me corto una ceja con el filo de la lente de un fotógrafo, la pequeña herida como muestra de una sutil dialéctica con los medios de comunicación. Pero no. Ese acto correspondía a un estilo, un modo, una ecuación de gobierno. El aliento, la respiración que da vida. En un momento impensado, todo mi cuerpo es pura exhalación. El cuerpo se acuna en aquel vacío y se fusiona gozosamente con los que en cada momento hacen del vacío una presencia necesaria. Se lo podrá llar entonces gobierno social o política de masas.
Si se nos diera a elegir para pensar cuál es el modo en que emerge un político, diríamos que por una correlación favorable de fuerzas o bien por una exhalación apenas prefigurada. Sin negar lo primero, lo justo es decir que lo que importa es lo que viene después que se manifiestan la fuerza. Es lo que viene de la escuela del vacío. Ahí la fuerza es lo que se espera, el vacío es lo que tienta. Que no es llenar huecos o flotar de manera etérea, sino arrojarse sobre los problemas, actuar con lo impensado en la mano y la apuesta popular igualitaria en el corazón.
Es lógico que no hay política sin representación, sin tejido social, sin intereses difusos, orgánicos o invisibles. No obstante, el atractivo perdurable de Kirchner, por el que hoy lo seguimos recordando, es cómo se movía irónicamente sobre el pesado escenario de la política nacional. Se estaba formando la voluminosa coalición sostenida en nuevos entrecruces, las finanzas que se hacían comunicacionales, la comunicación corporativa que se hacía mercancía, la soja que se hacía “sociedad del conocimiento”, la justicia que se transformaba en “economía condensada”.
Toda esa nueva catarsis de una sociedad convulsionada, no sé si Kirchner, nuestro recordado compañero, la llegó a convertir definitivamente en un concepto operativo y apto para la discusión pública. Pero todos sus movimientos nerviosos indicaban que tenía bien en claro que la convulsión argentina provenía de la nueva coalición entre estos intereses que se iluminaban con el haz oscuro de los vigilantes reflectores de un neocapitalismo voraz. Que se metía seductor en los poros de la lengua social. Nadie dejaba de ser alcanzado por ese bizcochuelo neoliberal. Por lo tanto, ser presidente es ser muchas cosas, pero principalmente es ser el agente bullicioso de la gran convocatoria para recomponer la autonomía social.
Alguna vez dijo “no les tengo miedo”. Aunque fue el día en que descolgó el famoso cuadro, quizás esa frase pueda revelar quién era Kirchner, que representaba algo más que a una fuerza social. Representaba el llamado, el soplo o el susurro que recorría, con su traje cruzado descuidadamente abrochado, la convocatoria a no temer, a despojarse del miedo para poder pensar sin coacciones.
Y podríamos decir ahora que no tener temor por los desafíos que hay que enfrentar, equivale a una suerte de nuevo proletariado anímico. Un libertarismo del espíritu colectivo. Si alguien se propone o planifica representar el Llamado, quizás no lo consigue. El del saco desabotonado, el nervioso Kirchner se acercaba a conseguirlo sin preparación previa. Los demás podían ponerse o no nerviosos, como él los desafiaba. Pero el inquieto, el irónico Kirchner, era el verdaderamente excitado, el angustiado sentado en el sillón más desvelado que hay en la república, el asiento más intranquilo que hay en toda la nación.
Kirchner era hijo de uno de esos momentos en que la sociedad extenúa sus fuerzas creativas y palpa algo nuevo, pero no encuentra formas adecuadas de expresión. Y en ese corte, en esa herida, se abren varias posibilidades. Las bifurcaciones de los senderos suelen ser muchas. Estaban las asambleas populares. Como ahora en Chile, con todas las diferencias que puedan auscultarse. Pero ese surgir desde abajo es la gran utopía que recorre los últimos siglos de la modernidad. Hombres y mujeres cogobernando desde las plazas, creando entre arbustos, araucarias y toboganes donde se deslizan los niños, las nuevas instituciones de base que repondrían lo justo y lo bello en una sociedad.
No me explico de otra manera ese balance permanente entre el Estado, a ser reconstituido, y las nuevas fisuras por donde debían correr los nuevos aires, el soplido fresco y esencial que retira la cara pétrea de un dictador de las paredes del propio colegio militar, que abre la Esma como cápsula blindada que aún contenía el secreto de cómo dentro de esas tinieblas se había horadado del sentido de lo humano.
Las frases que salían de su boca eran dramáticas, pero extraídas del diccionario más directo y popular. Estamos en el infierno, los muertos no pagan. Los caricaturistas apreciaron su desaliño, su rostro que poseía una extraña gracia, una comicidad interna, que él mismo también cultivó, y acompañó con ella las medidas más atrevidas, los hechos más estridentes, cuando palabras como glifosato y corporaciones se derramaban asfixiantes y hubo que ganar la calle.
Aún resuenan sus dichos y discursos, pronunciados como al descuido, pero sabía que estaba en el gran juego, aquel cuyas reglas había que reinventar en una nueva democracia. Y mientras hablando parecía un distraído, era posible entender que era así y no de otra manera que se fundaba la posibilidad de remover tanto moho, desasosiego e injusticia en el país que esperaba y recogía las fibras de su llamado, que todavía vibran. Eran la cita con el pneuma.