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A quince años de la masacre que dejó 194 muertos. Las historias de militancia después de Cromañón

Del dolor nació también la articulación de espacios de lucha. Cada uno lo vivió de una forma distinta, pero todos persiguieron la búsqueda de Justicia por lo que sucedió aquel 30 de diciembre a la madrugada. Cinco testimonios de sobrevivientes y familiares que dan cuenta de la canalización de esa experiencia.

Para la mayoría de los familiares y sobrevivientes, Cromañón abrió una etapa de activismo y militancia. La búsqueda de justicia por los 194 muertos tras el incendio del boliche de Once hizo que todos se articularan en varias organizaciones. La mayoría se disolvió tras el juicio. Muchos iniciaron el duelo tras la sentencia y dejaron de ser orgánicos, aunque siguieron participando de los actos y marchas. Otros, sin embargo, canalizaron esa experiencia y continuaron su militancia social en distintos espacios.

“UN LEGADO DE MI HERMANA”

Santiago Morales tenía 14 años cuando estuvo en el boliche con su hermana Sofía, de 17, y su hermano Martín, de 19. Sofía murió. Él estuvo dos semanas internado. Una noche, en la vigilia de un aniversario de la masacre, se le acercó un chico en situación de calle. Se puso a jugar con él y luego buscó una forma de ayudarlo. Santiago sintió que eso era lo que Sofía hubiera hecho, y lo tomó como “un legado” de su hermana.

Su madre Adriana y su padre Raúl integraron el grupo de familiares Que no se Repita. Santiago estuvo en algunos pero en ninguno de forma orgánica. “Mi vínculo con la lucha fue poner el cuerpo en las marchas y demás movidas. Siempre me costó militar desde Cromañón”, confiesa.

Con el tiempo se integró al bachillerato popular La Dignidad, pero sin sacar el pie de su vínculo fue con la niñez y la educación popular. En 2011, con unos amigos pensó en la posibilidad de construir un proyecto político pedagógico para la infancia de sectores populares “que trabaje en la reconstrucción de derechos, que haga que ellos mismos sean parte de esa lucha y que la sociedad los valore como sujetos políticos”. Fue así que fundó el colectivo de educadores populares “La Miguelito Pepe”.

Militan en los barrios porteños de Villa Soldati y Ciudad Oculta, y en el Barrio Pampa, de Lanús; y en La Cárcova, de José León Suárez. Junto con otras organizaciones de infancia se movilizaron a favor de la despenalización del aborto, contra la baja de edad de punibilidad y fueron impulsores en el Congreso de una declaración contra la Doctrina Chocobar que derivó en una queja del Comité de los Derechos del Niño de la ONU contra el gobierno de Mauricio Macri.

“Mi relación con la militancia por una niñez digna, libre y protagónica tiene que ver con Sofía y Cromañón, pero no en términos consignatarios. No hice de la muerte de mi hermana la consigna, pero la búsqueda de justicia por los 194 me vinculó a la lucha política y en contra de las injusticias”, relata.

Como sobreviviente y testigo de la muerte “interpreté que en Cromañón hubo un Estado que por acción y omisión masacró a la juventud”, dice. Y en ese devenir de búsquedas de justicia, de revivir y de juntarse con otros iguales para militar, conoció a Mayra Bottero, su pareja con quien tiene un hijo de dos años.

“Toda nuestra historia estuvo atravesada por la militancia –dice Santiago-. Y como verás, Cromañón destruyó familias, pero también formó algunas.”

“CROMAÑÓN ESTÁ EN TODA MI HISTORIA”

Hasta que no tuvo esta entrevista con Página/12, Melina De Micheli no había reflexionado que su condición de sobreviviente marcó de alguna manera su militancia como estudiante y docente. “Yo estuve en Cromañón, eso es lo que digo cuando me lo preguntan pero no es algo que elija decir cuando me presento”, reconoce.

Hace 15 años escuchaba Callejeros y aquella noche había arreglado ir a verlos con un primo y una amiga. “No había entradas, pero después hubo una fila en la que sí”, reconoce. Tenía 16 años. Entró al boliche y luego pudo salir. Participó de las primeras marchas pero no integró los grupos de familiares ni sobrevivientes.

“Me contradecía que hubiera un dolor muy grande en las familias y una bronca hacia la banda, que yo no sentía. De hecho, después fui a verla. Nunca lo ligué lo que me pasó con mi militancia”, admite. Pero “haber participado de las primeras marchas me empujó a participar” en otras cosas.

Fue delegada de su división en el Mariano Acosta y como tal integró el Centro de Estudiantes. Años después, con el movimiento docente-estudiantil impulsó la creación de la Corriente Popular Juana Azurduy, que luego se llamó Siembra. Ella está en la agrupación Simón Rodríguez y fue candidata a secretaria general de la Unión de Trabajadores de la Educación (UTE) de la lista Granate.

“Creo que todo lo que hacemos es a partir de lo que somos. Lo que somos es una causalidad múltiple. Y en mi caso, Cromañón está ahí, como en toda mi historia”, piensa.

Durante todos estos años, “lo que marcó y me sorprende y enorgullece es la solidaridad de los pibes y pibas. Eso fue una enseñanza. Inclusive, es un vínculo especial con mi hermano, que esa noche me salvó porque no habíamos ido juntos. Nos encontramos unos segundos antes del recital y cuando el fuego empezó me cazó del brazo y empujó a salir”.

Con él a veces recuerda esa noche. “Volvemos a recrear sentimientos, preocupaciones y miedos. Pero no un miedo que me inmoviliza, sino que me empuja.” En aquel 30 de diciembre “creo que tomé conciencia de que la vida se podía ir un día, y eso me animó a hacer cosas”.

UNA HISTORIA DE MILITANCIA Y OTRA DE AMOR

“La causa Cromañón es más que la causa por el hijo de una”, dice Silvia Bignami. Su hijo Julián Rozengardt murió aquella noche. Una versión cuenta que había logrado salir del boliche pero volvió a entrar para rescatar a otros. Según la causa judicial, el 40 por ciento de los chicos fallecidos pudo salvarse pero murió durante ese acto de heroísmo de salvar a un amigo.

Silvia fue una de las referentes del Grupo Paso, uno de los colectivos de familiares. Pero esa no fue la primera militancia. Su compromiso social empezó cinco años antes en Pañuelos en Rebeldía, el equipo de educación popular vinculado a Madres de Plaza de Mayo; estuvo en la Universidad de las Madres y trabajó en Brasil con el Movimiento Sin Tierra. Es profesora en Psicología y Ciencia de la Comunicación, y se especializó en Educación de Primer Nivel. Pero ante todo es educadora popular.

“Como militante de la educación popular siempre tuve una mirada comunitaria y de socializar lo que nos pasó en Cromañón. En algún aspecto, ese hecho fue un proceso más de formación. Inclusive al juicio lo interpreté como una instancia pedagógica que sirvió para explicar lo que ocurrió, aunque no fuera justo” su resultado, explica.

Entre esa idas y vueltas de marchas por Cromañón, contra el gatillo fácil, por la despenalización del aborto, por los derechos de los pueblos originarios y por la Masacre del Puente Pueyrredón, entre tantas luchas, Silvia se conoció con Alberto Santillán, el padre de Darío, el militante asesinado por la policía cuando intentaba ayudar a Maximiliano Kosteki en la Estación de Avellaneda, en junio de 2002.

“En realidad nos conocíamos desde hace muchísimo porque yo iba al Puente Pueyrredón antes de Cromañón. Le mostré fotos donde yo estaba con mi pañuelo verde y él se sorprendió”, sonríe. Entre ellos, apareció el amor.

Sus hijos murieron en intentos de salvar a otros. “No es fácil juntar los dos dolores”, admite. Pero aún así están juntos desde hace seis meses. “Nuestras luchas se compatibilizan un montón. Tenemos una misma mirada sobre la cuestión estatal y nuestra responsabilidad es con las víctimas, no solo con nuestros hijos”, define.

Silvia sigue vinculada al Movimiento Cromañón, un espacio en el que se unificaron los familiares cuyos grupos se fueron disolviendo y que en la actualidad se ocupa de dos “temas graves”: “El sobrevuelo de Aníbal Ibarra en la política como un intento de legitimarse y el intento de entrega del boliche a su dueño Rafael Ley, que ya se desembarazó de muchas pertenencias de los chicos” que murieron allí.

Quince años después, ella vive Cromañón “con el espíritu del compromiso que me dejó Julián: luchar para adelante”. “Hay gente que le da por las velas, una mariposa, la suelta de globos o ir al santuario –reflexiona-. Yo participo de todo, pero lo mío es militar para que la historia de uno le sirva a alguien.”

“CROMAÑON TAMBIÉN FUE SOLIDARIDAD”

Ayelén Stroker encuentra en Cromañón una metáfora para todo lo que hace en Esquina Libertad, la cooperativa de artes gráficas que fundó en 2011. Allí ofrece talleres para personas en situación de encierro y tareas a quienes fueron liberadas. Es sobreviviente del boliche de Once y para ella, en términos generacionales, culturales y políticos, “Cromañón es un encierro del que hay que salir, como el encierro de la cárcel”.

En la noche del 30 de diciembre de 2004, Ayelén tenía 15 años. Cuando empezó el fuego corrió y en medio de la estampida quedó aplastada por una pila de gente. Los bomberos entraron al rescate pero la creyeron muerta. “Veía cómo se iban. Perdí la conciencia varias veces, no me podía mover. Hasta que le agarré el tobillo a un pibe que había entrado a sacar gente y ahí se dieron cuenta de que estaba viva”, recuerda.

Estuvo un mes internada en un hospital, seis en su casa, tuvo un año y medio de tratamiento respiratorio. Fue una de las pocas que se recuperó en cámara hiperbárica, esa terapia a la que solo accedió una cuarta parte de los sobrevivientes.

Ayelén interpreta que esa noche la salvó “una sucesión de eslabones de solidaridad” activada por las mismas víctimas. “Eso también es Cromañón: la organización, la militancia, el vínculo fraternal” entre sobrevivientes, fundamenta.

Cuando recuperó sus pulmones y su vida, integró Que no se Repita, uno de los grupos de familiares. Después se vinculó con otros más. Antes de aquella noche había participado de proyectos sociales, “pero después de Cromañón sentí que mi tarea como sobreviviente que vio la muerte de cerca debía ser de manera vivencial y comprometida con el laburo social”.

Ayelén es presidenta de Esquina Libertad, un espacio integrado por decenas de personas que tiene sede en el barrio porteño de Chacarita y también adentro de varias unidades penitenciarias. Ella, que hizo la carrera de Producción de Medios Audiovisuales en la Escuela ETER, da talleres de comunicación, de capacitación en oficios, y coordina los trabajos de productos gráficos, como cuadernos reciclados. En “la coope”, como le dice, encontró “una forma de procesar Cromañón de otras maneras”. Y lo explica.

“Cromañón no fue ‘una noche’. Cromañón fue todas las violencias del sistema: la corrupción, el juicio, el manoseo de los medios, las políticas, las formas en que vivimos, los atropellos que nos atraviesan. Como en la cárcel, Cromañón es una forma de administrar la sociedad.”

Entre los voluntarios que se acercaron a Esquina Libertad, Ayelén se encontró con varios sobrevivientes como ella. Con ellos hace realidad esa metáfora de Cromañón como muestra de solidaridad, porque “trabajar con una persona privada de la libertad es algo así como entrar y sacarla del encierro para que su vida no termine ahí adentro”. Es decir, lo mismo que hicieron con ella y con muchos en aquella noche, en aquel boliche.

“MI MICROMILITANCIA ES CONTRA EL SISTEMA”

Lo que más lo indignó a Mauro Fernández fue la cadena de irregularidades y corrupción que rodeó la tragedia. “ese sistema que sigue funcionando igual porque siguen habiendo coimas y lugares que son un desastre”, lamenta. Fue así que decidió que su militancia tenía que orientarse a “cambiar las condiciones estructurales podridas del sistema”.

Mauro tenía 15 años cuando sobrevivió. Ese año había pactado con su madre que que iría a un recital por mes; el de Callejeros sería el último del año. Fue a divertirse, terminó salvando su vida. Al recuperarse participó de las movilizaciones de las primeras semanas, cuando todo eran acciones de difusión y reclamos sin dirección ni organización definida.

Por diferencias políticas no integró ninguno de los grupos de sobrevivientes y tuvo un paso fugaz por los de familiares. “Fue una cercanía más por una cuestión humana que de articulación”, admite. Lo de él fue “más solitario, autónomo, pero siempre empujando para adelante con tal de darle visibilidad” a lo que ocurrió.

Militó en los espacios que estuvo. En el secundario, por ejemplo, no integró ninguna agrupación partidaria porque en ese momento consideró que “todos los partidos eran parte del problema”. Entonces “armé mis propios movimientos fuera de la lógica partidaria”, y como delegado “impulsé acciones por afuera del Centro de Estudiantes, como mejoras edilicias” en el colegio.

“Mi micromilitancia fue siempre contra el sistema”, define. Su vida posterior también estuvo atravesada por otro crimen, el de su ex novia Soledad Bargna, quien cinco años después de Cromañón fue asesinada de 26 puñaladas por un violador reincidente.

Mauro y la familia de la joven de 19 años motorizaron cambios en la ley de Ejecución Penal y estableció un régimen de “reinserción social” para acusados por delitos sexuales. No solo juntó 140 mil firmas para ello sino que articuló con organizaciones sociales que impulsaron el proyecto de ley en el Congreso.

“Todo lo que hago tiene que ver con esto de organizarse”, evalúa y reconoce que las acciones de los familiares de Cromañón tuvieron muchos logros. Eso sí, “no estoy seguro de que se haya hecho justicia”, admite y lo dice por “porque el problema sigue estando en el sistema”.

Luego de su micromilitancia en el secundario, en 2007 se sumó como voluntario a Greenpeace. “Me sorprendió eso de que no recibía dinero de empresas ni del gobierno, y el activismo de poner el cuerpo”. Ese mismo año lo contrataron y participó de varias iniciativas. Luego se encargó de las actividades de prensa y propaganda, y fue responsable de distintas campañas que tuvieron eco internacional.

A 15 años “de haber sentido que moría”, hoy piensa cómo se sobrevive a Cromañón: “Hay en mí una cuestión que me impulsa a volver a vivir, a dejar de sobrevivir. Y para lograrlo, tengo el norte de trabajar para cambiar las cosas”.

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